“Exijo ser un héroe”

Jorge González

andrewkaufmanProbablemente uno de los mejores recuerdos que atesoro de mi niñez, es mi disfraz de Superpollo, un superhéroe que inventé para hacer frente a las injusticias del mundo (de hecho, me gustaría recordar esas injusticias ahora) y, de ello, guardo una foto maravillosa que, por amor propio, no reproduciré acá. Parece que el ser humano ha tenido siempre ganas de contar con superpoderes. Basta ver la cantidad de facultades que se le han atribuido a dioses o seres humanos exaltados por un registro sobrenatural alrededor del mundo y en toda época. De hecho, un cambio cultural importante para la cultura occidental, fue el salto dado en Grecia al desacralizar la figura del superhéroe, sacarlo de la esfera divina y llevarlo a la humana, o semihumana como en el caso de Aquiles o Eneas.

“Podemos ser héroes sólo por un día”, cantaba David Bowie el año 1977, mismo año en que sus compatriotas The Stranglers vociferaban “¿qué fue de los héroes? No más héroes, nunca más”. Pero existían diferencias diametrales entre ambos: mientras que The Strangles le canta a los casi anquilosados héroes del pasado, políticos o culturales, como Trotsky o Lenin, proclamando, como plantea Hito Steyerl (“Los condenados de la pantalla”, Una cosa como tú y yo), “una obviedad: el heroísmo se ha acabado”, Bowie, en cambio, parece cantarle al héroe de la nueva escuela, al héroe cotidiano. En palabras de la autora alemana, el héroe de Bowie deja de ser un sujeto para transformarse en objeto, un héroe que “ya no es un ser humano más grandioso que la vida cumpliendo sensacionales misiones ejemplares, y ni siquiera es un ícono, sino un producto resplandeciente dotado de una belleza poshumana: una imagen y nada más que una imagen”.

En esta desnaturalización del héroe, del superhombre (incluso en el sentido Nietzscheano), se sitúan los personajes de la novela de Andrew Kaufman. En “Todos mis amigos son superhéroes” se despliegan una serie de héroes sin capa ni calzoncillos encima del pantalón.

La novela urde su trama a través de un viaje que comienza en el Aeropuerto Internacional Lester B. Pearson, en Toronto y debe terminar en Vancouver. Alrededor de 3.300 km y cuatro horas y media de viaje en avión, más la espera en el aeropuerto, separan la primera hoja de la última. En ellas Tom, un tipo normal, espera que comience el vuelo sentado junto a la Perfeccionista, una superheroína cuyo superpoder radica en su estricta necesidad de poner orden. Todo sería un gran viaje entre la pareja, si no fuera porque la Perfeccionista no sabe que Tom está sentado a su lado. En realidad, ella no lo ve desde el día de su casamiento, en que Tom dejó de existir para ella, hechizada por los poderes de Hipno, su eterno enamorado.

A través del libro desfilan distintas clases de superhéroes, algunos que más parecen padecer alguna clase de trastorno obsesivo compulsivo, otros cuyos superpoderes son cualidades absolutamente normales, pero extremadas, y otros francamente inverosímiles. Entre los recuerdos y las historias que conforman el relato central, parece haber una realidad en cautiverio, en la que las cosas importantes ocurren los días miércoles en lugar de los fines de semana, una realidad a metros de convertirse en la imagen del mundo que creemos conocer. Esta sensación de estar al borde de lo que entendemos como normal, lleva al autor a diferentes reflexiones en la voz de sus protagonistas. Los miedos humanos son retratados en conversaciones como la de Tom con el Anfibio, en la cual, hablando sobre los monstruos y los miedos, el Anfibio le pregunta por el aspecto de éstos, a lo que Tom responde:

  • No tenían ningún aspecto en concreto, eran ideas. Como no poder pagar el alquiler, o sentirme solo.

Mientras, el Anfibio replica:

  • Es lo más aterrador que he oído en toda mi vida.

O las reflexiones del Empresario -quien calculaba el valor de cada persona- sobre la importancia del dinero:

“De pronto tuvo una revelación: aunque algunas personas valían millones y otras estaban endeudadas hasta las cejas, todas parecían estresadas y preocupadas por algo. Llegó a la conclusión de que, tengamos mucho o poco, ninguna cantidad de dinero nos parece suficiente.”

Andrew Kaufman le dice a sus lectores que también pueden ser superhéroes. Ésta es, quizás, la premisa más importante del libro. Nos dice que no todos los superhéroes nacen siéndolo, sino que algunos tienen sus superpoderes latentes, a la espera de algún hecho que los haga salir a la luz. Como cada superhéroe debe buscar su propio nombre, esta tarea a veces resulta embarazosa, ya que no siempre los superpoderes reflejan lo que alguien quisiera mostrar, sino al contrario, pueden reflejar aspectos que odiamos de nuestra personalidad. En esta difícil tarea de ponerse un nombre también radica el autoconocimiento del superhéroe:

“Venga, prueba tú, resume tu personalidad y tus aptitudes en una sola frase o en una imagen. Si puedes hacerlo, seguramente ya eres un superhéroe.”

Esta edición del décimo aniversario de la publicación original cuenta, además, con certeras ilustraciones de Marc Torrent, que hacen aún más agradable la lectura. También, al final viene un compendio de superhéroes del área metropolitana de Toronto, cada uno “especial, aunque normal y corriente; talentoso, aunque torpe; triunfador, aunque triste; extraordinario y normal al mismo tiempo. Como tú y como yo”. Estos superhombres no buscan sobrepasar a los humanos comunes, sino se reconocen en su finitud, en su falta de virtuosismo y en su desequilibrio moral. Reivindican sus particularidades y su importancia social. No hay que ir muy lejos para buscar superpoderes, ni superhombres, ya no poseen fuerza sobrehumana ni mueven objetos con la mente. Tampoco son estrellas de rock, como decía Cazuza cuando cantaba “mis héroes murieron de sobredosis; mis enemigos están en el poder”, ni grandes reformistas; ni siquiera espejos culturales: simplemente son.

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