56, UNA NOVELA-RÍO.
Buscando en la red pdfs de Raymond Queneau (los cuales afortunadamente encontré luego de arduas búsquedas por sitios cual más escabrosos y virulentos) me topé con este libro de un autor que desconocía y cuyo subtítulo me obligó a descargarlo inmediatamente, me refiero a Centuria: cien pequeñas novelas-río de Giorgio Manganelli (publicado, supe después, en 1982 por Anagrama; Herralde en los 80’ tenía un gusto refinadísimo). El concepto de novela-río se lo escuché a alguien, creo que a Bolaño, y nunca me quedó muy claro a qué se refería. Ahora que he leído parte de lo breves textos que componen este volumen me doy cuenta de que se tratarían de esbozos de tramas o argumentos en aras de la composición de una novela más larga y compleja; como la condensación total de las acciones que transcurrirían en novelones de cientos de páginas.
El ejercicio es una maravilla, y en el caso de Manganelli estos trazos hechos como por despropósito (pues ninguno, hasta donde yo sé, se llevó a cabo como novela) se presentan como obras acabadas, como pequeños relatos que perfectamente podríamos denominar como tales, pero que no obstante tienen el afán instructivo del propio autor para sí mismo para un eventual proceso escritural más acabado. Así por ejemplo, el primer fragmento, titulado Uno (y así consecutivamente el resto, hasta la centuria) comienza así: Supongamos que, en un determinado momento, una persona que está escribiendo una carta a otra persona —el sexo o los sexos son irrelevantes— tiene la sospecha, o tal vez simplemente descubre, que está ligeramente bebida. Este “nosotros”, podría deducirse, incluye al autor del esbozo, evidentemente, como también al autor de la eventual novela, inmiscuyéndolo aquel en las directrices que debería tomar éste para escribirla, algo así como un memorándum para sí mismo. Novelas imaginarias, también podríamos decir, pues no dejan de ser meros esbozos. Este hecho retroalimenta una dimensión meta-literaria y conceptual, sin duda, en la que el autor presenta proyectos de obras que no existen, y que no existirán jamás, siendo el proyecto mismo la obra propiamente tal (Duchamp dixit).
Desde comienzos del siglo pasado a esta parte, no es algo que sorprenda de los italianos, que junto con los polacos —tal vez algunos irlandeses—, en cualquier caso, son quienes con más insistencia y con efectos más logrados han experimentado con la forma en literatura. Basta nombrar al más popular oulipiano después de Queneau y Perec, Italo Calvino; o al desleído Carlo Emilio Gadda (a quien tildan, no sin patetismo, el Joyce irlandés), o al polaco Andrezej Kusniewicz con sus redes de tramas diminutas y, por supuesto, al niño-anciano Gombrowicz y su tan peculiar manera de rabiar en texto. Manganelli pertenece a esta estirpe de excéntricos que rebuscan en intrincados ensamblajes de tramas, o en las —en apariencia— finitas posiciones del narrador, una nueva forma del contar.
Dejo aquí la novela-río 56: una seguidilla de enamoramientos perturbados que en página y media logra hacernos ver el horizonte de historias más elevadas.
Aquel señor de aspecto irritable y al mismo tiempo nervioso, como si estuviese siendo continuamente desafiado por una situación de insoportable gravedad, está, en último término, enamorado; más exactamente, con estas palabras se describiría a sí mismo en este momento, ya que son las diez de la mañana y a partir de esa hora hasta las once, lo más tarde las once y cuarto, ama a una señora distinguida, de noble espíritu, culta, ligeramente autoritaria, taciturna y delicadamente apesadumbrada. Sin embargo, la situación tiene esto de irritante: que de las diez y cuarto —la señora se levanta un poco más tarde que el señor— hasta las once y media la señora ama a un culto, pero brutal, estudioso del tarot, que a la misma hora ama a una dama inglesa que ha llegado a la lección treinta de sánscrito. En torno a las once y treinta, todo cambia: la estudiante de sánscrito se enamora del señor irritable, que durante una hora no ama a nadie, si bien siente una inclinación inocua por una diseñadora de almohadones, procedente del campo, que hacia el mediodía ama durante cuarenta y cinco minutos a un joven tenor de escaso éxito pero cierto talento, que en realidad está enamorado, hasta las trece y treinta, de la señora ligeramente autoritaria. Las primeras horas de la tarde presencian en general un debilitamiento de los recíprocos amores, excepto en el caso del tenor, que cultiva una veneración sin esperanzas por la estudiante de sánscrito. A las diecisiete, se introduce en la situación un zoólogo de mediana edad, que finalmente se ha dado cuenta de que la vida no tiene sentido sin la simple naturalidad de la diseñadora de almohadones; acompaña al zoólogo su joven esposa, que piensa, alternativamente, matar por celos al marido zoólogo, o a la diseñadora de almohadones —que, en realidad, ignora hasta la existencia del zoólogo—, o bien, en el caso de que sea viernes o martes, decide amar locamente al brutal estudioso del tarot que, mientras tanto, ha escrito una carta de desesperado amor a una jovencísima filatélica, carta que sin embargo no enviará porque mientras tanto se ha enamorado nuevamente de la señora ligeramente autoritaria, que ha decidido amar al señor irritable, que sólo ahora tiene un presentimiento de felicidad, después de mirar a los ojos a la esposa del zoólogo, mientras ésta se consagraba mentalmente a un barítono arruinado por el hipo, ignorando que éste, rechazado por la filatélica, había decidido ingresar en un convento y renunciar a una búsqueda de la felicidad que no parecía compatible con la existencia del reloj.
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