nieve

 

Llevo un pequeño papel en la mano. Es como la enseña de mi vacío, el lívido estandarte de mi prolongada desocupación. El papel no contiene nada. La ciudad está ausente. Algo se ha ido de aquí sin que nos diéramos cuenta. Los bordes de la ciudad reúnen las fragancias dispersas de lo que antaño les era regalado como gracia a sus habitantes. Esas fragancias, que apenas si lo son, se encuentran hacinadas en muladares a los que cualquiera puede acceder a poco que deje atrás las calles más céntricas. El papel está vacío. No estoy escribiendo nada. Es un simple trozo de papel en blanco que llegó a mí no recuerdo bien cómo, quizá lo encontrara en el suelo en alguna de las dependencias de mi trabajo o quizá lo fuera a usar para anotar algo que nunca anoté. Y aquí lo llevo ahora en la mano como si contuviera el secreto de mi vida entera. Alguien que me conozca y me vea pasar podría decir: ahí, en ese papel, lleva su último poema, su más reciente aforismo, el comienzo de un relato que terminará al llegar a casa. Pero nada de eso es verdad. El papel no dice nada, no quiere decir nada. Le basta con permanecer vacío y en la mano, dando a entender que es un pequeño objeto muy importante aunque podría perderlo en cualquier momento y entonces nada se perdería. Las aceras son demasiado estrechas y un peatón que se cruce con otro y que vaya por el lado de la calle tendría que descender brevemente a la calzada si no quiere chocar con su conciudadano. Como la ocupación y el uso de las aceras no están regulados todavía por ninguna ordenanza municipal, pueden darse las más extrañas combinaciones. Alguien que lleva dos bolsas en la mano y que ocupa la parte derecha de la acera cree tener derecho a un ochenta por ciento de la misma, sobre todo si es una señora de más de setenta años de edad; estará dispuesta a expulsar de la acera a cualquiera que se cruce en su camino con tal de que sus bolsas lleguen con ella a casa. Tres jóvenes en monopatín avanzan dispuestos a arrasar con quien se ponga por delante. Una señora con un carrito para bebé tendrá que pasar en medio de dos caballeros que en ese momento conversan y, por un instante, el bebé quedará expuesto a las salpicaduras que la ansiosa salivación de los conversadores pueda producir. El papel que llevo en la mano hace tiempo que ocupa el bolsillo superior izquierdo de mi camisa, pero yo lo he olvidado y durante una hora creo haberlo perdido. Lo que entonces ocurre, durante el tiempo en que desconozco el paradero del trozo de papel, es que se apodera de mí una especie de desasosiego, miro con más frecuencia que de costumbre las montañas, como si fuera menos capaz de empatizar con quienes me rodean, como si me faltara el vínculo invisible que me une con los demás, la mediación, el conducto, el canal de comunicación o la mera posibilidad de una vía abierta entre el mundo y yo. Me resigno a haber perdido el papel en blanco en medio de un mundo que no es capaz de ofrecer sino la evanescencia de sus apariciones. Camino sin prisas, no voy a ninguna parte, me he perdido en el centro de la ciudad ausente. Allá, en las montañas que nos circundan, se abren unos huecos, como si con una navaja se las hubiera sajado, como si hubieran sido rebañadas a lametones por juguetones gigantes. En esos huecos, lo sé desde hace poco, se esconde el secreto mejor guardado de nuestra vida urbana: un trasmundo, una veladura difícil de comprender, algo insólito y apacible que lleva instalado allí desde no se sabe cuándo, algo que nos acecha y nos mantiene a distancia, como si nosotros, y no ellos, quienes viven allí, fuéramos los otros, los desterrados. Toda movilización hacia lo inescrutable, toda salida de sí hacia lo que no se quiere comprender implica descubrimientos de esta clase. No se regresa de ellos sino transformado.

Dispuesto a abrirse paso hasta el final de una peña colgada sobre la ciudad para contemplarla desde allí, como si fuera una maqueta, como si las calles arboladas fueran los jardines de una ciudad de juguete, como si los coches fueran parecidos a aquellos con los que jugábamos de niños y los hubiéramos echado a correr en ese mismo instante, unos contra otros, arremolinados a un paso de nuestra mano de niño. Qué extraño resulta entonces encontrar el edificio en el que pasamos nuestra infancia, verlo desde aquella altura entre los montones anónimos de los demás edificios, apretujado allí como si apenas fuera real, y sin embargo darse cuenta de que el tiempo transcurrido no ha hecho sino invertir la posición, situarnos en un lugar desde el que somos nosotros, ahora, quienes vemos aquel balcón desde el que entonces nos asomábamos para contemplar el filo de la montaña, y ahora nos vemos a nosotros mismos allí, aunque esté vacío el balcón, aunque sepamos que son otros los inquilinos de aquel piso, nos vemos mirando la montaña quizá a la misma hora que ahora, las siete de la tarde, un domingo. Un papel como el que creo haber perdido no podría decir tanta emoción, el vínculo imposible entre entonces y ahora, la distancia abierta como una página de sangre, una página cubierta de toda la sangre que hubiera circulado por el interior de nuestras venas y que ahora se expondría como el testimonio de que ha sido verdad la vida, como la prueba de que allí, sin lugar a dudas, alguien pasó sus tardes mirando hasta aquí y de que aquí alguien mira hacia allá, hacia el balcón colgado en el vértigo el tiempo. La verdad es lo que no se dice, lo que no cabe en el papel que la tarde dibuja entre mis dedos, aunque el papel de verdad se esconda ahora en un bolsillo sin que yo lo sepa. No es posible dibujar con la verdad un papel que está fuera de la vida. O no podemos dibujar con la vida un papel que está del otro lado de la verdad. Ay, la escritura. La escritura es como esos muladares de los que antes dije que proliferaban en los aledaños de la ciudad. En ellos puede encontrarse de todo: lo que una vez tuvo un inmenso valor para nosotros reside ahora abandonado entre matojos, sucio, oxidado, disponible para cualquiera que no tenga nada mejor que llevarse. Son las trastiendas de la ciudad, los bazares en donde nadie vende lo que otros han robado porque en otro tiempo no pudieron comprar lo que ahora nadie quiere. Como expuestos en los bordes de la antigua carretera, todos esos objetos me recuerdan a la pasión de la escritura: botamos en ella, o por ella, toda nuestra suciedad, transformamos la poca belleza que podamos contener en miserable excremento de fétidas palabras. Y lo exponemos al mejor postor, que no aparece nunca. Allí, entre caminos tortuosos que siguen a menudo lo que fueron antiguas atarjeas, se dejan ver de vez en cuando mendigos acompañados de sus perros lanudos. Son como los mediadores entre la ciudad y su trastienda. Se dejan guiar por los animales en pos de unas vidas que nunca llevarían. En casas abandonadas, derruidas, han amontonado mantas y plásticos en forma de entoldados para pasar las noches. Aquí es donde viven, pues, los viejos conocidos de las plazas con fuentes decimonónicas del centro. O en cuevas. El papel que llevo otra vez en la mano no podría contar estas historias ahora. Bástele ondular al viento como ofrenda de lo que es difícil decir, de lo que fue arrancado de cuajo de la vida y quedó como colgado a pico de uno de esos riscos sobre los que cae una lluvia tan fina que se diría de seda. Otra vez será. Otro día tal vez habrá que subir de nuevo la montaña para encontrar el hilo que entonces dejamos como una indicación entre la mar imperturbable y nuestras correrías de los cuarenta y cinco años.

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