A Pitol lo leí por primera vez cuando me percaté, casi por casualidad, que en mi biblioteca había un ejemplar de la Trilogía de la Memoria. Recordé que lo había comprado (¡sí, comprado!) en una infame cadena de librerías chilena, sin motivos muy claros, quizás tentado por la ilustración que decoraba la portada (la clásica pintura La torre de Babel de Brueghel, que vale decir, en estos momentos yace en un museo en Viena), o porque entre sus páginas logré identificar largas enumeraciones de autores, cuál más excéntrico, cuál más desconocido para mí. Así pues, con estas dos superficiales tentaciones, gasté lo que no tenía y me lo llevé.

      Pasaron años después de eso hasta topármelo hurgando en mi biblioteca, asegurándome de no haber prestado o perdido los Suicidios ejemplares de Vila-Matas, cuando me hice consciente de lo que había adquirido con tanta ligereza —malas costumbres que ya no me poseen, por cierto: aquel afán tan desmesurado de adquirir libros, de acumularlos y acumularlos, como un capitalista cerdo y ejemplar se llenaría los bolsillos. En fin, como verán, los que ya conocen a Pitol, fue un arrebato para no arrepentirse.

        Al correr de las páginas y, además, por mis tangenciales y fugaces investigaciones respecto del autor por la Wikipedia u otros medios afines, descubrí que este librito, en edición Compactos, era en efecto una trilogía; que el título no era una delicadeza estética, es decir, que contenía tres libros en uno, tres libros publicados alguna vez en forma separada, y no solamente por mi fetiche editorial Anagrama, sino también por la mexicana Era, y por la española Pre-Textos —esta última, lamentablemente, de precios atroces e inalcanzables. Más emoción me dio la noticia: el dinero gastado había sido en realidad —¿cómo decirlo?— una inversión. A veces mi intuición me juega malas pasadas, pero esta vez felizmente fue la excepción.

        Me sumergí entonces en la lectura del primer libro, El Arte de la Fuga, publicado originalmente en 1996, como un hermoso colegial lleno de acné haría leyendo por primera vez a Bukowski, o a Bolaño. Acabé éste y, sin pensármelo dos veces, seguí al trote con el segundo, El Viaje, del año 2000. Ya rendido por entero a él, en un instante inesperado alcé la mirada y me dije: “esto es lo que quiero, yo soy otro”. Puede parecer cursi, o vagamente esotérico, pero así sucedió en realidad. Me sobrecogió las tripas. Me convertí en otro, en otro tipo de lector me refiero. No había descubierto la dinamita, esto es evidente, pero sí algo bien parecido.

      Además del estilo, la reflexión en y sobre la literatura, y las diminutas tramas que se entrelazaban como los dedos en las trampas chinas, me llamaba poderosamente la atención que un anciano de casi ochenta años escribiera como un adolescente, como un púber, y no sólo eso, sino que a medida que avanzaba en su producción mejorara su escritura, volviéndose por ello su literatura cada vez más refinada y no menos humorística; erudita y desenfadada; en fin, una delicia que aún saboreo intensamente.

         A quien no haya leído a Pitol se lo recomiendo de rodillas. Partan por su primera novela El tañido de una flauta, del 72’, y de allí pásense inmediatamente a El arte de la fuga, que funciona como el diario de esta primera novela, y que a dúo conforman un espectáculo de la creación artística; luego a tropel hasta los últimos títulos, que son los mejores, en especial El mago de Viena que se parece más a un extraño aparato pronto a explotar o a desaparecer, que a un libro. Como ya no soy más un tentado no caeré en juicios tan sensibleros como decir que se trata de un «clásico moderno»; pero algo si me permito decir con sincera modestia: a Sergio Pitol no sólo lo seguirán leyendo nuestros hijos, nuestros nietos, sino también nuestros bisnietos y, más aún, se seguirá leyendo en otros planetas, o en otras dimensiones, que para el caso sería decir lo mismo.

Dejo aquí no más que un texto devoto (hay otros mucho mejor acabados y certeros, y por lo mismo más extensos y pesados para una revista electrónica) escrito por Enrique Vila-Matas en honor y gracia de su reconocidísimo maestro (y maestro de todos) Sergio Pitol. No le debo, sin embargo, al entrañable Vila-Matas el conocimiento del octogenario y adolescente escritor mexicano, pues, como ya se los he dicho, un día desperté y Pitol todavía estaba allí.

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SERGIO PITOL, MI MAESTRO

por Enrique Vila-Matas

       Pienso en las calles recorridas, las que he podido caminar junto a él. Hay calles, callejuelas y callejones transitados en Asjabad, Veracruz, Caracas, París, Aix-en-Provence, Praga, Desvarié y Kabul. Y pienso especialmente en un día de lluvia en Aix-en-Provence, adonde acudimos para homenajear a Antonio Tabucchi. Fue un día que recuerdo por la agresiva lluvia y por la constante pérdida de sus gafas por parte de Sergio; algo esto último nada extraño, pues es ya legendaria su inclinación a perder y luego recuperar sus anteojos.

       Para Villoro, Pitol no busca aclarar sino distorsionar lo que mira. En El arte de la fuga, Pitol nos cuenta que, en su primer viaje a Venecia, allá hacia 1961, extravió los lentes a su llegada, los extravió mientras se preguntaba si hallaría la muerte en Venecia, la muerte en la ciudad de sus antepasados. Muerte y neblina, extravío de anteojos y la fusión compacta de vida con literatura lo encontramos también en otro día de lluvia, en este caso en Mérida, en los Andes venezolanos. Habíamos subido a cuatro mil metros de altura y, al descender a la ciudad, Sergio estaba aterrado porque creía tener la presión muy alta. Entramos en una farmacia y la presión se la tomó un niño de catorce años que ya se veía que no sabía tomarla. «Tiene usted cinco mil cuatrocientos veinte de presión», le dijo el niño. Sergio quedó pálido y sobrecogido. «Debería estar muerto», añadió el niño. «¡Ay!», gritó Sergio, y todavía hoy oigo el eco de algún grito desgarrado en medio de la ciudad andina. Le acompañé a una clínica cercana, donde —para ser fiel a su costumbre— olvidaría sus anteojos.

        En estas anécdotas de días lluviosos del pasado está contenida la silueta de su vida cervantina, pues, como él dice, «todo es todas las cosas». Leyéndole, se tiene la impresión —que me ha perseguido siempre porque a fin de cuentas es mi maestro y lo es por motivos muy altos— de estar ante el mejor escritor en lengua española de nuestro tiempo. Y a quien ahora se pregunte por su estilo, le diré que consiste en huir de esas personas tan terribles que están llenas de certezas. Su estilo es contarlo todo, pero no resolver el misterio. Su estilo es distorsionar lo que mira. Su estilo consiste en viajar y perder países y en ellos perder siempre uno o dos anteojos, perderlos todos, perder los anteojos y perder los países y los días lluviosos, perderlo todo: no tener nada y ser mexicano y al mismo tiempo ser extranjero siempre.

     Hasta sabe inyectarle humor al hecho de ser mi maestro. Cuando después de años de esconderlo confesé finalmente su pleno magisterio, y lo confesé en una entrevista con Raquel Garzón para El País, se produjo un posterior «tira y afloja» entre Pitol y yo, su cordial alumno. Y es que, por algún motivo que se me escapaba, parecía él preferir seguir instalado en esa gran falacia que era creer —así lo aseguraba a todos los amigos, dejándoles tan atónitos como a mí mismo— que el maestro no era él, sino yo. Finalmente, un día —lo recordaré siempre: fue en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México— se plegó a la verdad. El único maestro era él.

         Se había programado en el Palacio un almuerzo al que debían asistir, por rigurosa invitación, el director del centro y las familias de Juan Villoro y Álvaro Enrigue, los dos amigos que habían participado en la presentación de la conferencia que había sido yo invitado a dar allí. La llegada no anunciada e inesperada de Sergio (que había viajado en coche desde Veracruz) hizo que automáticamente él quedara invitado a esa comida. Había otras personas que querían participar también en la comida. Un amigo escritor muy obcecado en lograr quedarse con nosotros y sentarse a nuestra mesa, por ejemplo. Escuché de refilón el diálogo y larga discusión que Sergio mantuvo con ese buen amigo que insistía e insistía en que si Sergio estaba invitado al almuerzo, él también podía estarlo, porque también era amigo mío. Pitol le enumeró con paciencia muchos motivos por los que no podía quedarse. Que estaba cerrada ya completamente la invitación oficial, por ejemplo. Ninguna de las explicaciones satisfacía al escritor obcecado.

—Pero dime exactamente por qué tú puedes quedarte con nuestro amigo y en cambio yo no, dame una explicación que sea convincente, con una sola me bastará, créeme, pero tiene que ser convincente —insistió el escritor obcecado.

—Te la voy a dar, es muy sencilla —dijo finalmente Sergio.

       Hizo una pausa y luego dijo, muy concluyente:

—Porque soy su maestro.

Extraído de: http://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/pitol/vila_matas.htm

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