Si hubiera que resumir en un solo verso del mismo poema la, por así decir, posición existencial del personaje principal y voz lírica de “Tabaquería”, de Fernando Pessoa —escrito en 1928 bajo responsabilidad del heterónimo Álvaro de Campos—, debería elegirse el siguiente, según se lee en la traducción de Manuel Moya: “Y cantó la copla del infinito en un gallinero”, ya que, con concisión y elocuencia, logra sintetizar la imagen principal del poema: un hombre solitario en un lugar ciertamente degradado haciéndose las llamadas “preguntas fundamentales”, es decir, haciendo metafísica y, al mismo tiempo, contrastando estas preguntas con su experiencia vital.
Una particularidad significativa del poema es la conciencia que tiene de sí mismo; sabe que está siendo escrito en un espacio físico determinado, el cuarto donde el poeta divaga y, asomado a la ventana, se ha decidido a componerlo. Este vaivén entre la reflexión y la observación —del cuarto, de la calle, de la tabaquería— se corresponde con las otras dicotomías que fundan el texto: el deseo y la realidad fáctica, la posibilidad y el hecho, lo ideal y lo empírico, etc. La tristeza o “saudade” que lo envuelven, en efecto, surge de la constatación de lo irreconciliable de estas dimensiones: el mundo de los hechos no pertenece a los que solo sueñan o aspiran, sino a los que, además, tienen el poder para imponer sus sueños y aspiraciones, se orienten o no por una lógica o una ética: “El mundo es para quien nace para conquistarlo / Y no de quien sueña que puede conquistarlo, aunque tenga razón”.
Como es evidente, el poeta-personaje no pertenece a la clase de hombres que conquista el mundo por medio de la acción (dentro del poema encarnado por Esteves, el dueño de la tabaquería), sino a la de quienes viven sumidos en la inactividad; probablemente porque su condición de artista marginado de la sociedad burguesa lo arrastra a la melancólica conclusión de que toda empresa es vana, ya que ninguna le está destinada. Sesgado por su, diríamos, reflexividad mórbida, se le aparece la idea de que frente a los incontrolables riesgos del fracaso, siempre mayores para él, es mejor claudicar de antemano. Pero se trata menos de un programa que de un lamento por la condición improductiva que le ha sido infringida en tanto poeta por la sociedad del trabajo, y esto hasta parece confirmado en algunos versos que delatan un quiebre, un desvío en su itinerario vital: “Viví, estudié, amé y hasta creí, / Y hoy no hay mendigo que no envidie sólo por no ser yo”.
Pero las razones del lamento se atribuyen, en el poema, no a la condición particular del poeta, a su bien específica marginalidad, si no a la circunstancia general de la existencia. En este escenario da lo mismo ser Esteves (el burgués, el hombre productivo) que el hablante, salvo que Esteves carece de metafísica —o así lo piensa quien desde una ventana lo observa—, y no tiene la opción, como sí la tiene el poeta, de redimirse por medio de la conciencia de su indigencia y la del mundo, cuyo documento son sus propios versos: “Queda, al menos, de la amargura de lo que nunca seré / La caligrafía rápida de estos versos, / Pórtico hendido hacia lo Imposible. / Pero al menos me consagro a mí mismo un desprecio sin lágrimas, / Noble, al menos, por el amplio gesto con que arrojo / La ropa sucia que soy, sin orden, al decurso de las cosas”. Sin embargo, no por eso el poeta resulta más digno que el dueño de la tabaquería —el gesto “Noble, al menos”, no es mucho más que el consuelo de un resentimiento enquistado—; ni siquiera obtiene el módico pago de esa “oscura inteligencia” que, según Enrique Lihn, surge “de la palabra que se ajusta al abismo”: es decir, el premio de una torturante pero efectiva lucidez contra la estafa de los dogmas, en caso de que, con justeza, la palabra logre decir el vacío y el espanto reinantes. Mucho menos en el contexto de entreguerras, en que el poema se escribe, puede esperarle al poeta la vieja inmortalidad destinada a los de su oficio. La muerte y el olvido que amenazan cernirse sobre ese mundo serán absolutamente democráticos con el mercader y con él, y sus respectivos productos: “Él morirá y yo moriré. / Él dejará el letrero, y yo dejaré versos. / A cierta altura morirá el letrero, y los versos también. / Después de cierta altura morirá la calle en donde estuvo el letrero, / Y la lengua en la que fueron escritos los versos. / Morirá después el planeta girante en que todo esto pasó”. La única armonía posible parece estar en la destrucción, pues sólo ahí se integran las dicotomías, allanadas por la inexistencia: lo físico y lo metafísico, el deseo y lo fáctico, la voluntad del individuo y las imposiciones del mundo: “Siempre una cosa tan inútil como la otra, / Siempre lo imposible tan estúpido como lo real, / Siempre el misterio del fondo tan cierto como el sueño de misterio de la superficie”. Si el pensamiento filosófico tradicional ubicó lo aparente en una posición inferior a lo espiritual; la materia como imitación y corrupción de lo suprasensible, aquí, en cambio, adquieren igual validez por el sólo hecho de existir —y luego dejar de hacerlo—: un inesperado optimismo emerge de las divagaciones menos alentadoras.
Consecuentemente, todo este discurrir se ve interrumpido cada cierto momento por la aparición de lo concreto y entonces amaina la angustia de los cuestionamientos e incluso aflora cierto talante eufórico: “Pero un hombre entró en la Tabaquería (¿Habrá ido a comprar tabaco?) / Y la realidad plausible cae de repente sobre mí. / Me incorporo enérgico, convencido, humano, / Y voy a intentar escribir estos versos en que digo lo contrario”. Se opera una disminución radical de la profundidad de las preguntas y reflexiones, pero también del ánimo pesimista y el hablante decide entregarse a la poesía. En lo concreto de su cuarto y gracias al fugaz bienestar de un cigarrillo que, como en el famoso tango, parece detener el tiempo y su tristeza —la vida no se consume mientras el cigarrillo lo hace, regalándole una brevísima tregua—, la indagación más penetrante se explica por una pasajero malestar: “Enciendo un cigarrillo al pensar en escribirlos [los versos] / y saboreo en el cigarrillo la liberación de todos los pensamientos. / Sigo el humo como una ruta propia / y gozo, en un momento sensitivo y competente, / la liberación de todas las especulaciones / y la conciencia de que la metafísica es una consecuencia de no estar dispuesto”.
Es en la monotonía y trivialidad del mundo cotidiano, en definitiva, donde el poeta se decide a la escritura de lo profundo. Sus reflexiones más elevadas comienzan en —y son posibilitadas por— el mismo espacio donde se ha preguntado si acaso el hombre que entró a la tabaquería comprará o no un paquete de tabaco. Es en el mundo de la acción, y estimulado por el goce sensible del cigarrillo, donde el hablante da cuenta del mundo de la inacción, lo cual es, en todo caso, también una práctica. Para describir su propia dimensión metafísica debe traicionarla entregándose al movimiento de la actividad poética. En fin, para poder escribir: “No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada”, tiene primero que sentirse: “enérgico, convencido, humano”; sólo después podrá cantar —como aludía antes en el verso citado al comienzo— la copla del infinito en el gallinero de su cuarto.