Publicada en 2011 por Cuarto Propio en su serie narrativa, la cuarta novela de Antonio Ostornol Apablaza (Santiago, Chile, 1954) recibió en 2012 el Premio Municipal de Literatura; así fue galardonada la nueva entrega del autor tras veinte años de silencio.
Dubrovnik es una novela de voracidad. El periplo de Lucas Romero por alcanzar una pequeña ciudad costera croata en medio del salvajismo de la Guerra de los Balcanes se transustancia más bien en una búsqueda famélica de una Ítaca interior, el reino brumoso del abandono de la madre, donde el joven chileno —cuyo origen privilegiado no ha logrado sustraerle de la pobreza de sus afectos y constancias— se cuestionará si no estará más bien persiguiendo la panacea contra su desidia vital.
Dubrovnik es una odisea para hurgar en traumas atroces: un amor aplazado que es burlado al convertirse en víctima de la dictadura de Pinochet, el estigma del inmigrante rechazado por el ego de la sociedad occidental que en vez de acogerle le maltrata y le aliena, el servilismo humillante al que debe someterse una mujer para poder mantener a sus hijos ausentes, el abuso del alcohol por parte de un español que deriva en todos los abusos hacia su hijastra chilena, la degradación y el menoscabo al que es sometido un oscuro funcionario de la Embajada de Chile en París que se venga secretamente construyendo monumentos de memoria y dignidad, las rígidas estructuras familiares que sofocan al individuo, el extravío de la madre de Lucas y todos los abandonos que conforman su existencia.
La novela transita a lo largo de todo el siglo XX a través de las biografías del dolor de sus personajes, para culminar finalmente en la Guerra de Croacia (1991-1992). Transcurre entre Santiago de Chile, París, Split, una aldea sepultada entre bombardeos y la Dubrovnik señera y mítica. Los personajes secundarios resultan entrañables, todos con al menos dos rasgos en común: un pasado para olvidar y el uso de máscaras, disfraces para reconstruirse a sí mismos a fin de lograr seguir existiendo. Begoña, Mara, S. S., Sergi, Valeska, Drago Morovic y la mismísima madre de Lucas, la postergada mujer chilena que en Francia repentinamente deja atrás todo lo que alguna vez fue, incluso al hijo menor designado para investigar su desaparición.
Ya desde el inicio de la novela, todos los conflictos y las densidades de los personajes principales están comprendidos en un alucinante microcosmos que, con el transcurso de las páginas, se va expandiendo sutilmente hasta configurar el mundo de Lucas, yuxtaposición y amalgama de existencias tan disímiles y a la vez embriagadoras, las cuales comportan el abanico de realidades que se desprenden de la fracturada sociedad occidentalizada posmoderna. Sí, en Dubrovnik confluyen entes sugerentes con pasados deleznables que retratan todas las heridas humanas; todos confabulados con el olvido, resistidos por la memoria, que es otro de los temas recurrentes de la obra junto con la búsqueda de sentido y de identidad.
Vuelvo a retomar la idea de que Dubrovnik es una novela de voracidad. Supura sensualidad, los caminos de la voluptuosidad —a veces sumamente violentos, otrora difusos— surcan sus páginas de lectura impetuosa, tendente a la vorágine; la memoria y el olvido se disputan y entrelazan fieramente para acabar fundidos en la consciencia del individuo; el viaje interior prosigue inexorable y vertiginoso hasta que nos imbuimos en él y presenciamos junto a Lucas el arribo a la Ítaca materna, la Dubrovnik que todos desearíamos alcanzar para comprender realmente quiénes somos.