“Voy a perder la cabeza por tu amor”
Manuel Alejandro
El año 1532, François Rabelais describe en el primer libro de la “saga” Gargantúa y Pantagruel, una dura pelea entre el grotesco protagonista y otro gigante, Licántropo, al cual termina utilizando como mazo para golpear a sus demás enemigos. En este acto, no sólo Licántropo termina perdiendo la cabeza, sino también Epistemón amigo de Pantagruel, a quien encuentran decapitado alrededor del campo de combate. Sin perjucio de esto, Panurgo –famoso por la cita de los borregos- dice tener la solución: le ajusta la cabeza al cuerpo y, luego de poner sobre la herida un ungüento resucitativo, hace regresar a Epistemón al mundo de los vivos.
Lucien Febvre escribe el año 1947: “Si se nos dijera que un decapitado tomó su cabeza con ambas manos y se puso a caminar por las calles nos encogeríamos de hombros sin hacer caso para nada de tal cuento”. Sin embargo, los hombres del siglo XVI “nunca decían imposible”, pues “no sabían dudar de la posibilidad de un hecho”. Siete años más tarde un científico soviético, Vladimir Démijov, lleva a cabo el primer trasplante de cabeza en un perro.
Al parecer los avances tecnológicos nos han hecho cada vez más proclives a la duda espiritual (incluso grandes religiosos dudaron de su fe), pero ¿cuánto somos capaces de creer en la ciencia y lo que ella aún nos oculta? Y, ¿cuánto creerían nuestros antepasados de hace cien años?
En La comemadre, Roque Larraquy se deja llevar a través de la literatura en dos historias dueñas de un humor quizás incómodo, sin gastarse demasiado en disputas morales.
Año 1907. Escenario: Tempreley, Argentina; un sanatorio ubicado en las afueras de Buenos Aires.
Punto aparte: Cosas raras pasan en Temperley. Roberto Arlt escribió en 1929 Los siete locos, una novela genial, en la cual Erdosain, el protagonista, conoce a un tipo apodado El astrólogo, personaje con mayúscula y comillas, que pretende formar una sociedad secreta y con ello hacer la revolución. Un tipo delirante cuya vivienda, donde transcurre buena parte y fundamental de la obra, estaba ubicada en Temperley.
Prosigo. Mr. Allomby, dueño del hospital, tiene una idea: descubrir qué hay en el más allá. Para esto, parte de la tesis de que una cabeza puede vivir nueve segundos separada de su cuerpo. Por tanto podría, en ese momento, contar qué es lo que siente u observa y, tal vez, develarnos un misterio. Otra cosa será encontrar voluntarios que se entreguen (noble labor) a la ciencia. Para llevar a cabo su macabra idea, pide la ayuda de los médicos del lugar. Entre ellos, Quintana, un eterno enamorado de la jefa de enfermeras, quien se encarga de relatar todo esto. Otro de los médicos es el Dr. Papini, personaje muy singular, que también lucha por el amor de la misma mujer y que, además, es dueño de una extraña hipótesis, según la cual las mujeres se encierran en el baño en un ritual desconocido, pues descienden de un mono distinto, al igual que ciertos hombres que sí hacen durante el día lo que planean por la noche. Para comprobar sus ideas de entusiasta frenólogo, se dedica a medir los cráneos de personas (vivas o muertas).
Año 2009. Buenos Aires. Un artista, ex niño prodigio, escribe una carta a modo de colaboración para una tesis de doctorado que se realiza sobre él. En ella va relatando trozos de su vida, como su particular niñez, su paso por la morbidez adolescente o su descubrimiento del sexo. Sin saberlo, otro hombre, muy parecido a él seguía sus pasos. Al conocerse, van decidiendo hacerse parte en las obras que van creando.
Ambas historias, con más de cien años de distancia, se van mezclando sutil e inteligentemente en tramas que tienen mucho de grotesco, de irónico y, quizás por sobre todo, macabro. La muerte y el absurdo, la autodestrucción y la poca cautela con los cuerpos, propios y ajenos construyen ambas tramas con gran ingenio. El cuerpo, como propiedad de la ciencia o del arte, cercenado cruelmente en pos de una respuesta o de un fin virtualmente más alto. Deja dando vueltas la pregunta, ¿hasta dónde somos capaces de llegar en virtud de avances científicos o manifestaciones artísticas?, significativa en tiempos en que se cuestionan las pruebas y experimentos en animales y las vidas humanas parecen tener un valor geográfico.
La comemadre se construye como una mezcla, a medio camino entre Futurama y un propio Frankenstein literario en donde el monstruo resulta una novela cargada de sarcasmo, que hiere y nos saca una sonrisita incómoda mientras damos vuelta la página. A pesar de (o gracias a) sus crudezas la obra se disfruta; a fin de cuentas, como diría Valeriano Bozal, al ser meros espectadores de la trama, “no estamos sometidos a sus efectos negativos”, por lo que “la contemplamos con una distancia estética”. Pariente lejano quizás de un Rabelais y otros poco ortodoxos en la historia de la literatura, pero con un gustillo de páginas recién salidas de la imprenta.
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